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Varios antiguos alumnos de una escuela secundaria se reúnen en un autocar en Seúl para emprender un viaje sentimental hacia su pueblo. Una vez allí, animados por el vino y las bromas, y ante una buena fogata, cada uno cuenta una historia de su infancia, la que más los impresionó por aquel entonces, todas con un fondo común: la guerra que partió en dos la península de Corea y convirtió a los niños en depositarios del maniqueísmo oficial: los malos estaban en el norte y los buenos en el sur.
En estas historias de retaguardia, tan divertidas como cargadas de nostalgia por un país casi olvidado, aparecen los problemas que ya entonces se gestaban en medio de la guerra: la aparición de las actitudes dictatoriales, la pérdida de la magia y las tradiciones entre un desarraigo creciente, la colonización cultural, el abandono del campo y el crecimiento abusivo de la ciudad y sus miserias. Los occidentales aparecen en ellas unas veces como portadores de baratijas: los soldados americanos se burlan de los niños y les lanzan chucherías desde los camiones en marcha, o como personajes remotos y absurdos: el bruto del pueblo prepara las arengas (que los niños confunden con arenques) que se envían como obsequio a Eisenhower.
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