|
Mi ensimismamiento no implica que pierda mi agilidad mental y física. Mientras me mantengo ahí, quieto, como una estatua, con los ojos entornados e indiferente en apariencia, si pasa una mosca yo, con un movimiento de cabeza prodigiosamente rápido, abro la boca y me la trago. No es que las moscas sean mi plato favorito, naturalmente. Es por el placer de ejercitar todas mis facultades, mis potenciales funciones, y digo bien, todas, al mismo tiempo. Si Pa tuviese mi concentración y también mi rapidez, cuántas cosas prodigiosas pensaría y escribiría en un abrir y cerrar de ojos. En efecto, él también se queda muchas horas inmóvil, como clavado en un extraño bastidor de madera que llaman escritorio. Pero él padece, suda, se interrumpe, mira cien veces a un lado y a otro, sufre ataques de pánico («¡Dios mío! ¡Otra hora perdida!»), se rasca la cabeza, rebulle en el asiento y, a veces, dice palabrotas. Al final, de todo ese sufrimiento no quedan más que algunos garabatos sobre un papel.
|
|