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«Y ni en éste ni en el otro colegio de los hermanos aprendí yo na’, ni a leer ni a escribir ni na’, porque no hacía caso de na’», nos advierte Pericón. Sin embargo, aquel niño aprendió muchas cosas por las calles de Cádiz: a engañar al hambre (la canina), a cantar y a fabular. Y de qué manera. Quien interpreta la vida como lo hace Pericón, puede contar cualquier cosa sin que nadie lo pueda acusar de falsedad documentada. Porque Pericón y sus amigos viven lo que cuentan y sus fábulas no son artilugios literarios, sino pura y dura vida fabulada de hombres, pulpos, muchachas, gatos, loros, tabernas, playas, juergas y perros habladores.
Así lo explica el poeta Fernando Quiñones: «Hay que aclarar con toda urgencia que, en un hombre como el que nos ocupa, imaginar no es nunca o casi nunca mentir. Jorge Luis Borges ha sugerido más de una vez la imposibilidad de diferenciar tajantemente la literatura realista de la literatura fantástica, ya que nada puede haber más fantástico, inesperado e inesperable que la vida misma, y que todo cuanto nos transita por la cabeza, el corazón o el sentimiento también forma parte de la vida, puesto que lo forma de la nuestra. La caudalosa, más bien torrencial, fantasía de Pericón, proveerá al lector de este libro, en numerosas ocasiones, de lances y pasajes más o menos difíciles de creer según los cánones –por otra parte, falibilísimos, como a diario podemos comprobar– que rigen nuestros razonamientos cotidianos. Pero no hay que olvidar que, así como en las leyendas más inverosímiles existe un fondo de realidad ocurrida y transformada por el tiempo, en los relatos y memorias de Pericón se mezclan indisolublemente lo que fue y lo que pudo ser, lo que para él fue así».
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