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Mi nombre y mi edad verdaderos no importan. He escrito sobre cosas que ocurren cada día en el barrio donde me crié, un lugar donde los padres intercambian historias sobre el daño que los jóvenes latinos se causan unos a otros. Cualquiera que haya estado relacionado con una pandilla tendrá una historia parecida que contar, en algunos casos incluso más trágica que la mía. He optado por mostrarme como un ex pandillero más, uno que abrió los ojos a tiempo para sobrevivir.
Las principales víctimas de este crecimiento son las familias hispanas, porque las pandillas inculcan a los jóvenes lo que sus padres no consiguen darles: el sentido de pertenencia al grupo, aunque en este caso sea falso. La policía, que no hace nada para ganarse la confianza de las comunidades más castigadas por esta delincuencia, forma parte del problema.
Las pandillas se han convertido en una industria que mueve miles de millones de dólares y da trabajo a muchos profesionales del sistema judicial en todo Estados Unidos. Policías, legisladores y abogados se aprovechan: nadie saldría beneficiado si se redujeran los delitos cometidos por estos jóvenes, salvo, por supuesto, los que viven en las zonas donde actúan.
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