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En Los carillones, Trotty, apodo de Toby Veck, es un pobre hombre que para salir adelante entrega paquetes en cualquier punto de Londres. Toby padecerá una extraordinaria e irracional experiencia la noche del 31 diciembre a los pies del campanario de la iglesia, donde suele pasar sus jornadas a la espera de alguna entrega. Su encuentro con William Fern y con la pequeña Lilian lo inducirá a viajar al pasado, al presente y al futuro a cada nuevo toque de los carillones del campanario. Verá su presente pobreza, las expectativas que tenía para su familia cuando era joven, y la penuria en la que vive su adorada hija Meg. Verá que de las míseras condiciones de ésta y de su novio sólo se pueden esperar calamidades. Trotty verá a su pobre hija viuda y envejecida trabajando sin descanso. Decide intervenir para evitar ese matrimonio. Todo se aclara en el último cuarto de las campanadas de medianoche, cuando Trotty despierta de las pesadillas causadas por una indigestión de callos. Comprende que lo mejor que puede desear para Meg es la felicidad que tuvo él mismo con su esposa.
No eran campanas mudas. Demasiado enérgicas incluso para doblegarse a los caprichos del viento, luchaban valientemente contra él, y, triunfando contra su soplo adverso, iban, majestuosas y alegres, a herir un oído atento, cuando deseaban ser oídas en las noches de tormenta por alguna pobre madre que velaba a su hijo enfermo, o por alguna mujer solitaria cuyo marido se hallaba en alta mar, y tan claramente, que sus carillones habían batido alguna vez las furias de la borrasca. Así lo afirmaba Toby Veck, pues aunque lo llamaran Trotty Veck, su nombre era Toby, y, sin un acta especial del parlamento, no se hubiera permitido a nadie cambiar su nombre de Tobías. Sea lo que sea que dijera Toby Veck, lo mismo digo yo. Y me pongo al lado de Toby Veck, a pesar de que permanezca en pie todo el día –una actitud fatigosa, por cierto– junto a la puerta exterior de la iglesia. En efecto, Toby Veck era mandadero, y aguardaba allí los encargos.
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