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Un niño, hijo de modestos trabajadores emigrantes ruso-judíos, camina por las calles de su barrio. Ésas son las señas de identidad del caminante que está a punto de atravesar el puente de Brooklyn para adentrarse en la Nueva York de los años veinte, y esos paseos serán su primer viaje que, como todo viaje digno de tal nombre –y el de Alfred Kazin en Un paseante en Nueva York lo es–, se convertirá sobre todo en un pasaje hacia el conocimiento en un tiempo vital, el de los años de la infancia y la adolescencia, propicio para los grandes descubrimientos.
Kazin, crítico literario, historiador de la cultura, observa la pérdida paulatina de una voz narrativa propia del patrimonio literario judío, que en palabras de su amigo, el político socialista Yaron Ezrahi, «cultiva la soledad, la lírica personal del individuo, la autobiografía, la voz de la primera persona del singular, el reflejo del yo. Del yo individual que narra, pero no como un soldado o como el misionero de un colectivo».
Kazin retoma esa tradición y nos enseña su barrio, Brownsville, nos adentra en las calles de la gran ciudad. Un camino que el niño tuvo que recorrer en solitario, el camino del conocimiento elemental: los libros, la lengua y la literatura, la música, la metafísica y la política, la ciudad, el campo y el mundo.
Carson McCullers decía de Un paseante en Nueva York, que «era consciente de haber leído una obra maestra».
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