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Todo lo que aquí se cuenta es natural de su memoria. «Siéntate ahí, hijo, siéntate mientras me refresco un poco.» Con diligencia se mueve a pesar de los achaques, los pies tan doloríos que «no encuentro zapato ninguno que me cuadre». Si se suelta el roete para peinarse le cae por la espalda un manto, cabellera hermosa, mata de pelo firme de gris a blanca por los tantos años, un manto de seda y sufrimientos.
Suyos son la fortaleza y el coraje, piera fundamental en el mar de la desventura. Habla y riega los contornos de música. Como la guitarra que reitera falsetas o la voz que se mece, tiene su conversación ritmo, el eco perpetuo de las evocaciones. Bella, trágica y tan sencilla manera de narrar las cosas, los sucesos felices y las agonías. Huellas.
Esta ejemplar gitana, casi octogenaria ya, ha sido siempre una especie de ambulante portadora del mejor y más puro material del cante. Jamás se dio a conocer fuera de unos muy reducidos círculos de aficionados. La habíamos visto muchas veces por las calles de Jerez, en alguna perdida taberna, casi mendigando unas moneda a cambio de una improvisada ejecución de soleares o bulerías. Tía Anica la Periñaca define, sin duda, toda esa supervivencia, ya sorprendente por insólita, de los antiguos esquemas sociales y estilísticos del cante. Ella aprendió de sus paisanos, de Manuel Torre, de Antonio Frijones, de tío José de Paula, hasta convertirse en una prodigiosa cantera de casi olvidadas sabidurías flamencas. Podía ser un insuperable caudal de enseñanza y rara vez se la ha considerado como lo que realmente es: un ignorado y portentoso ejemplo de la verdad humana y del dramatismo expresivo del cante [...] Todo el humano chorro de pasión de esta anciana excepcional emerge como una flor terrible de cada una de sus llameantes lamentaciones. Para nosotros, la intocable raíz del flamenco está representada exactamente en esas entrañables, humildes, sobrecogedoras quejumbres, extraídas de la más oscura memoria racial [...] Canta como si exteriorizara en un sollozo toda su intimidad. Ella no comprende que uno pueda explicar de otro modo lo que se le agolpa por dentro. Se entrega al cante a intuitivas bocanadas de liberación, como si abriera de par en par su amordazado espíritu.
José Manuel Caballero Bonald - Archivo del Cante Flamenco
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A partir de grabaciones, Ortiz Nuevo recopiló en 1986 estas memorias de Anica la Periñaca. «Según consta en su carné de identidá, Ana Blanco Soto, hija de José y de Pepa, nació en Jerez de la Frontera el 11 de abril de 1899. [...] Tiene ahora, por tanto, ochenta y siete años y es bajita cuerpo, reducida también por los dolores. Las arrugas son surcos profundos, señales de sol y de penas. Se pudo ir la lozanía de su figura pero no la de sus ojos claros, celestes de la luz infinita.» En medio de sus penalidades y miseria, viuda muy joven y con siete hijos, esta mujer luchadora, jornalera y artista, repite la letanía de su «güena estrella» contada con sus propias palabras, con el mismo sentimiento que traslucían sus cantes.
José Luis Ortiz Nuevo, nacido en Archidona (Málaga) en 1948, es licenciado en Ciencias Políticas, artista polifacético, poeta, escritor y actor. Ha sido director de la Bienal del Flamenco de Sevilla y de la de Málaga. Ha publicado con Barataria, Las mil y una historias de Pericón de Cádiz y Alegato contra la pureza, además de otros libros de memorias como los de Enrique el Cojo, Pepe de la Matrona o Borrico de Jerez, y una extensa obra ensayística y poética.
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